sábado, 21 de enero de 2017

UN PRECEDENTE REPUBLICANO A DIARIO DE UNA MAESTRA (1961), DE DOLORES MEDIO: REPARTO DE TIERRAS (1934), DE CÉSAR M. ARCONADA


La figura de los maestros republicanos y su destino trágico ha tenido una gran y continuada representación novelesca. La trilogía de Josefina Aldecoa (Historia de una maestra (1990), Mujeres de negro (1994 y La fuerza del destino (1997) o el relato de Manuel Rivas La lengua de las mariposas (1996), se cuentan entre las narraciones más leídas y celebradas sobre la II República y la guerra de España.

En 1961 apareció una de las novelas capitales de esta temática, Historia de una maestra, de la asturiana Dolores Medio, que narra la trayectoria vital de Irene Gal, trasunto en gran medida de la autora, desde sus últimos momentos de estudiante de Magisterio y su primer destino en una escuela asturiana durante la II República hasta su difícil adaptación a la escuela franquista y su expulsión final del cuerpo docente.

Un episodio fundamental de la novela es la llegada de la joven e ilusionada Irene a su primera escuela en un pueblecito de Asturias, sustituyendo a una vieja maestra tradicional, la señora Obaya. Desde el primer momento, Irene se plantea un cambio radical en la forma y el fondo de la enseñanza y hasta del entorno físico en que se desenvuelve la escuela.






Una relectura de esta novela me ha recordado que algo similar ocurre en otra novela escrita bastantes años antes, en 1934, en plena República: Reparto de tierras, de César M. Arconada.[1]

Aun aceptando que se trata de dos novelas bien diferentes, tanto en su contenido, como en su intencionalidad, llaman la atención las similitudes que se producen en este episodio, perfecto reflejo de la tensión producida en la sociedad española entre los defensores de la escuela tradicional y los partidarios de los nuevos métodos pedagógicos que impulsaba la joven república. Pues lo importante no eran los métodos en sí mismos, sino la propia concepción de la escuela como instrumento de sumisión y aceptación de la realidad existente, en un caso, y su papel emancipador y de despertar de las conciencias, en otro.

En ambos casos, la oposición es neta: los maestros que van a ser sustituidos son mayores de edad, convencionales y rutinarios en sus procedimientos, religiosos y temerosos de Dios, próximos a las autoridades políticas y eclesiásticas y firmes defensores del estado social y político en el que se encontraba España.  Por su parte, los maestros nuevos son jóvenes, llenos de ilusiones, con ideas pedagógicas renovadoras y conscientes de que la escuela tiene una gran capacidad transformadora de la sociedad en la que se desenvuelve
Pero si en el caso de Dolores Medio la descripción de la vida cotidiana de una maestra rural es el tema fundamental de la narración, en la de Arconada, la figura del maestro es meramente simbólica y aparece en dos momentos muy precisos, en el prólogo y en el epílogo. Pues el eje de la novela no es sino un alegato a favor de la política republicana de repartir los latifundios de un pueblo extremeño entre los trabajadores sin tierra. Y aunque la experiencia resulte fallida cuando en el año 34 el gobierno de Lerroux devuelve las tierras a los propietarios, la novela termina con una nota de esperanza gracias a un epílogo protagonizado por el nuevo maestro.

El prólogo de Reparto de tierras se titula “Alabemos a Dios, que ha hecho rica a Extremadura”. Esa es la frase con la que el maestro, don Pantaleón, termina un elogio a los valores tradicionales y conservadores de Extremadura. Este don Pantaleón es el típico maestro de pueblo, amigo de castigos y amenazas, de rutinas y repeticiones, compañero del cura en su labor de domesticar en la sumisión a los campesinos pobres, cascarrabias y distante, temerosos de los nuevos tiempos que se avecinan y que él ve como un castigo de Dios.

Así describe el autor la escuela del pueblo, espejo de todas las escuelas rurales de la España de aquellos años:
En Robledillo la escuela es como un gallinero, abierto todo el día, y donde las gallinas entran y salen a su capricho. Aquí casi toda la gente es pobre, y por lo tanto, los niños están sujetos a la pobreza y no a la sabiduría. Cuando en alguna dehesa se puede ganar algo, allí van los niños a detrás de los padres. En la escuela queda don Pantaleón adormecido, entornando sus ojos medio ciegos. Los libros y los abecedarios esperan, o dan lecciones a las arañas. Cuando los niños pobres van a la escuela es señal de que no hay trabajo. Los pobres mandan a los chicos a la escuela para que coman letras no pan.[2]

Como en la mayoría de las escuelas rurales, dominan la pobreza y la escasez de medios: 
La escuela es una habitación baja de la Casa Consistorial. A un lado el Juzgado, al otro la escuela. El pasillo de en medio, que llega hasta una puerta que da al corral, es para las gallinas del alguacil. Es frecuente ver entrar algún gallo en la escuela y correr don Pantaleón tras él, con el puntero en la mano, dando golpes de ciego, entre el regocijo de los muchachos:
--¡Maldito gallo! -grita-. ¡Aunque si le dejásemos aquí aprendería más que vosotros, cernícalos! ¡El gallo es gallo, y vosotros sois puercos![3]

La escena de un día ordinario de clase está descrita con técnica valleinclanesca y ecos machadianos:
Don Pantaleón quita las piernas del brasero, se alza ladeando la cabeza, da un golpe en la mesa con el puntero.
--¡Vamos a ver! –grita-, cantad la tabla de multiplicar! Y vuelve a acurrucarse como un gato junto a la lumbre
Los chicos empiezan. Un soniquete especial, de antiguo rito de escuela, ensordece los oídos: “Una por una es una. Dos por dos, cuatro. Dos por tres seis. Dos por cuatro, ocho, Dos por ocho, dieciséis…”
Don Pantaleón hace con la alambrera una rúbrica a la lumbre, y el vaho rápido del calor que le sube hasta la cara le hace cerrar los ojos en esa penumbra de somnolencia de los viejos, en la cual ensayan ya los desfallecimientos de la muerte. Los chicos cantan con monotonía, sin atención.[4]

El final del prólogo nos ofrece un contraste trágico-cómico entre la retórica de la época y la realidad del día a día:
Don Pantaleón hace un esfuerzo, se crece, alza la cabeza hasta donde le permite su lobanillo y habla exaltándose:
--Debéis saber, muchachos, que Extremadura es la región más gloriosa de España. Toda esta tierra bendita está llena de tumbas de héroes. Dios lo ha querido así. América fue conquistada por extremeños, por ilustres paisanos nuestros, que con la espada en una mano y la cruz en la otra, conquistaron aquellas tierras llenas de salvajes. Hernán Cortés, Pizarro, Alvarado, Sandoval, ¡oh niños!, son héroes de nuestra Extremadura querida. No hay pueblo en Extremadura, no hay rincón ni lugar donde la huella de la Historia no haya dejado su señal por los siglos y los siglos […] ¡Extremadura, Extremadura, rica región de España! ¡Sí, niños, sí, rica, muy rica! A nosotros, humildes siervos, solo nos queda alabar y bendecir a Dios, que ha hecho rica a Extremadura. Queridos niños: en cada momento,  en cada instante de nuestra vida, ¡alabemos a Dios, que ha hecho rica a Extremadura.[5]

Frente a este discurso grandilocuente, el narrador describe el final de la clase:
Salen los niños. Se abre la puerta, y en seguida la plaza empinada, sin gente. Por encima de las casas, en todas las direcciones, se ven oscuras manchas de encinas, hasta perderse en horizontes de sierras. ¡Alabemos a Dios, que ha hecho rica a Extremadura!. Los niños salen. Todos van tiritando, casi desnudos, con unas caras extenuadas de hambre, donde sólo los ojos vivos y negros parecen estar alimentados de vigor. Llevan hambre y frío, y como todas las cosas y todos los hombres de Extremadura, los niños llevan también una tristeza profunda y vieja que no se sabe de dónde viene, pero sí de qué viene: es la tristeza de una miseria común, dilatada, desesperada, de siglos y siglos pesando sobre las gentes de muchas generaciones.
¡Alabemos a Dios, que ha hecho rica a Extremadura![6]

Dolores Medio no se extiende tanto como Arconada en la figura de la maestra saliente, pero sí lo suficiente como para comprobar las grandes similitudes entr los dos maestros:
Irene Gal mira hacia el armario con sobresalto. Aquí, en el armario, están encerrados los tesoros de la vieja y buena señora Olaya: viejos libros de lectura, con su moraleja. Cuadernos y muestrarios de letra gótica y redondilla. Revista de labores para poner a prueba la paciencia de las niñas. Láminas de historia que recuerdan los carteles de feria que narraban crímenes y calamidades… Todo cuidadosamente sobado por las manos de tres generaciones de niños de La Estrada, educados por la vieja y buena señora Obaya.
La señora Obaya es su antecesora en el cargo. La vieja y buena señora Obaya se ha jubilado después de cincuenta años de servicios prestados a la patria. Para la vieja y buena señora Obaya, no existía otro método de enseñanza que “el método Machaca”. Y un lema en su profesión: “La letra con sangre entra”.
[…] Irene sabe que en este armario está guardada también la bandera vieja “para cuando vuelva el Rey”.
[…] Irene Gal mira el armario con sobresalto. No es fácil enfrentarse con el pasado y sustituirlo por el presente, sin ofender los sentimientos de los que se han quedado mirando atrás. Sin embargo, es preciso hacerlo. Tiempos nuevos, modos nuevos…[7]

***
En la novela de Arconada la narración empieza propiamente a partir del discurso de don Pantaleón. Al cabo de tres años, ha fracasado el reparto de tierras y los protagonistas han terminado en el destierro o en la cárcel, mientras que los antiguos propietarios vuelven a la placidez del casino tras la recuperación de sus tierras. Pero ese final pesimista de la novela se ve quebrado por un inesperado epílogo en el que se cuenta la llegada al pueblo de un nuevo maestro, tras la muerte de don Pantaleón, “lleno de bendiciones episcopales”:

Hoy es el primer día del colegio. El nuevo maestro es joven, de ademanes vivos y resueltos. Tiene el pelo rizado, unos ojos negros y dominantes. Se llama Jorge Espinosa. Pertenece al Sindicato de Trabajadores de la Enseñanza y milita en el grupo de oposición revolucionaria. Escribe algo. Ha tomado parte en algunos mítines. Es un muchacho despejado, con talento, de una nueva generación de maestros que sabe su deber y cuál es su posición en la hora presente. De todo esto nada se conoce aún en el pueblo. Se sabrá mañana, y para la alta sociedad será un golpe terrible y una nueva pesadilla, que no les dejará dormir.
[…] Todo esto sucederá después, es bien seguro. Ahora, el maestro abre el curso. La clase ha sufrido una visible transformación. Don Pantaleón era tradicionalista por excelencia. Un papel, un mapa, un tablero, algo, en fin, que hace treinta hubiese colocado en un sitio, allí subsistía, íntegro, con el solo deterioro de los años y de los usos. Nada se alteraba. Un año tras otro, una generación tras otra generación de niños, todo seguía igual como hacía treinta o cuarenta años. La escuela tenía un aire de época, de vejez amarillenta, de momia, que a todo incitaba menos a estudiar.
El nuevo maestro ha venido con unos días de anticipación y todo lo ha transformado, empezando por blanquear las paredes. Mapas, carteles, figuras, cuadros, todo está limpio, cambiado de sitio, disponiéndose a vivir una nueva etapa. Es otra escuela. La vieja escuela de don Pantaleón murió con él, se la enterró con él. Ahora las ventanas están abiertas, las paredes limpias, claras, sin telas de arañas ni polvo.[8]

Pero no se trata sólo de un cambio externo. El nuevo maestro les dice que habrá excursiones, que llegará un gramófono y hasta un aparato de cine; que se abrirá una cantina y una biblioteca:
Es como un cuento fantástico. Y aún más: el profesor todavía no ha dicho una palabra sobre castigos. Don Pantaleón era lo primero que mencionaba, la serie cruel de los castigos: estar de rodillas, poner las manos en alto sosteniendo una fila de libros, el cuarto oscuro, quedarse sin comer, hacer cruces con la lengua en el suelo, golpear la yema de los dedos con un palo…[9]

La tarde del primer día el maestro sale al campo con los mayores. Uno de los muchachos le pregunta sobre Extremadura:
--Sí, queridos muchachos –dice el maestro-. ¿Extremadura? ¡Extremadura es rica…, pero para los ricos, que son dueños absolutos de ella, los dueños de todo, de estas dehesas, de estas encinas, de estas piedras, de todo! ¡Ellos son los dueños! ¡Rica, sí, pero para los ricos! Los pobres se mueren de hambre en una miseria espantosa, explotados, algunos perseguidos, muchos sometidos a ellos como bestias. ¡Los pobres se mueren de hambre en esta Extremadura tan rica! ¡Qué os voy a decir a vosotros si sabéis lo que pasa en vuestras casas! Pero un día se acabará esto ¿No os parece que se acabará? Y entonces Extremadura será rica, pero para todos los que trabajen, para todos los que produzcan, y no como ahora, que es rica para que unos cuantos vivan sin hacer nada.
A todos los chicos, hijos de pobres, miserablemente vestidos, con caritas anémicas de hambre se les abre unos ojos vivos, de deseos y de convencimientos, con los cuales miran al maestro fijamente, arrobados de admiración, seducidos por la verdad y la justicia de sus palabras, cuyos ecos no son ajenos a los mismos muchachos.
--‘Niños, queridos amigos, sí. Extremadura es rica…, pero para los ricos![10]

Al igual que Jorge Espinosa, Irene Gal sabe que le toca a ella modificar los métodos de enseñanza anticuados de su antecesora y que es ella quien tiene que enfrentarse con el pueblo, hecho a los viejos modos y hacer la revolución en la Escuela.
La papeleta que le ha tocado en suerte no es muy agradable, e intuye Irene que su entusiasmo renovador va a chocar contra las mentes cansadas y pequeñitas de los viejos de la aldea. Pero, ¿puede comenzar su labor sobre la rutina y en ese ambiente triste, deprimente, que era el caldo de cultivo de la vieja y buena señora Obaya?[11]
Una pedrada que rompe el cristal saca a Irene de sus dudas:
También a ella le gustaría empezar a tirar piedras, a romper algo… Quizá sólo el espíritu sedentario, enmohecido, de la vieja escuela, cuyas paredes aún conservan la huella de los carteles de Historia, de abecedarios y de consejos sobre moral y aseo.
-Rasgaré las ventanas, pintaré las paredes de verde claro. Al óleo… Con…bueno, no sé cómo se llama esa pintura nueva. Los chicos podrán dibujar sobre ellas… Sí, todo lo haremos…Quedará bien. Pero ahora…
¿Qué os parece si hoy, que hace sol, nos vamos a trabajar y jugar a la orilla del río?[12]

Si el discurso de Jorge Espinosa cierra la novela con un toque de esperanza, para Irene Gal esa decisión de salir al campo el primer día de clase será el comienzo de una larga lucha para modernizar la escuela que se irá describiendo en los capítulos siguientes.

Recapitulamos: separadas por casi treinta años de distancia y con una guerra civil por medio (que en primer caso ni siquiera se intuía y en el segundo ya había pasado con las consecuencias que todos sabemos) nos encontramos con dos narraciones en las que se plasman las tensiones que vivió la escuela española en los años treinta y cómo, a pesar de las diferencias de tono y de intención, se repiten idénticos protagonistas y antagonistas, enfrentados a los mismos problemas, que intentan resolver con actuaciones similares (abrir ventanas, pintar las paredes, salir al campo…).

Pasados ya tantos años de aquellos hechos no podemos sino solidarizarnos con toda aquella legión de maestros y maestras españoles que vieron en la transformación de la educación la palanca para la renovación de España. Y por eso no nos extraña que, precisamente ellos, los maestro y maestras republicanos, sufrieran, en mayor medida que cualquier otro colectivo, la represión franquista, empeñada en resucitar una escuela en las antípodas de la que propuso la II República.






[1] (Astudillo, Palencia, 1898 – Moscú, 1989). Periodista y escritor, militante del Partido Comunista, autor, entre otras narraciones, además de la que aquí nos ocupa, de Río Tajo (1938) y Cuentos de Madrid (inédita hasta 2007). Tomo las citas de la edición de Reparto de tierras a cargo de Gregorio Torres Nebrera, Diputaciones de Badajoz y de Palencia, 1988.
[2] Reparto de tierras, pág. 69.
[3] Ib., pág. 70.
[4] Ib., pág. 72.
[5] Ib., pág. 76.
[6] Ib., pág. 77.
[7] Dolores Medio Diario de una maestra. Edición de Covadonga López Alonso. Madrid, Castalia/Instituto de la Mujer, 1993 págs. 93-95.
[8] Reparto de tierras, págs. 272-273.
[9] Ib., pág. 274.
[10] Ib., pág. 275.
[11] Diario de una maestra, pág. 98.
[12] Ib., pág. 99.