Tres notas
conforman esta segunda (y última) entrada sobre Eduardo Zúñiga. En la primera
hablo de un tema recurrente en la trilogía; el amor frustrado. En la segunda
estudio uno de sus relatos más significativos: Noviembre, la madre, 1936. Y en la tercera resumo algunas
opiniones críticas significativas sobre su obra-
UN TEMA RECURRENTE: EL AMOR FRUSTRADO
La guerra produce
en muchos de los personajes de la trilogía cambios inesperados que sorprenden a
quienes les rodean. En el comienzo del cuento “El viaje a París”, del libro Capital de la gloria el narrador
dice: En tiempos tan difíciles, en una
guerra, nadie podía entender los cambios que acaecían pues los hechos se
atropellaban y la integridad de los caracteres se quebraba, maltrechos por
alarmas, miedos y conmociones. Y unos de los cambios más recurrentes en los
relatos de la trilogía es el que se produce en los sentimientos amorosos de los
personajes, como si la guerra (con la posibilidad real de que con ella se fuera
la vida en cualquier momento) operara de válvula de escape que permitiera
aflorar las frustraciones y los deseos ocultos.
Amores secretos, impulsos reprimidos, decisiones imprevistas se revelan
en muchos de esos relatos. Y casi todos ellos tienen un punto en común: su
final fallido, su desenlace fracasado, como si el autor negase que el amor
pudiera sobrevivir entre tanta destrucción; o dicho de otra manera, como si
otra de las destrucciones que acompañan a la guerra fuera la del impulso
amoroso.
Podemos ver
bastantes casos de esta situación. Por
ejemplo, frustración, vencimiento, derrota es lo que le sucede a la madre de “El
viaje a París”, que creía haber encontrado un renacer y una transformación en la continuada
aventura furtiva con un extranjero y que, al final, se derrumba en la mesa
familiar, vencida por la adversidad: Terminado
el plato de la cena, apoyó los brazos en la mesa y todo el volumen de su cuerpo
gravitó y se hundió como si de allí ya no pudiera levantarse por una renuncia
que la mantuviera sujeta al círculo de hijos, unida a la suerte fatal que les
aguardaba, según era justo prever.
Algo
parecido le ocurre a Adela, la
protagonista de “Los deseos, la noche”, que sale de casa al anochecer,
dispuesta a no negarse a la solicitud que
alguno le hiciera e irse donde la llevara, dispuesta a experimentar lo que
hacía tiempo deseaba En ese deambular nocturno fracasa en su deseo de unión
primero con su novio, después con el desconocido del refugio, y al final, ni
siquiera consigue posar desnuda para un cuadro de su tío pintor, otro frustrado
en su amor imposible por su vecina Carmela.
¿Y qué decir de
esa pobre costurerita, Rosa de Madrid, sin noticias de su novio,
aterrorizada por las muertes ocasionadas por las bombas, que va errando sola
por las noches, incapaz de sentir el arrebato de la pasión con la que siempre
soñó , y que solo es capaz de librarse de la angustia con ese chillido
desgarrador del final del relato?: Rosa oyó un ruido de tambores, sordo,
pausado, que se acercaba; como un único tambor enorme, o muchos que venían con
la noche, en una multitud silenciosa y malvada, dispuesta a destruir todo, y
avanzaban hacia la estación, y al figurarse esto, lo que tanto temía, dio un
chillido, se tapó los oídos con la palma de las manos y para protegerse corrió
al umbral de una puerta cerrada, se acurrucó en el suelo y gritó, porque
gritando alguien podía venir y salvarla; así aulló durante horas.
Doble frustración
(la del amor no correspondido y hasta la del amor que “no puede decir su
nombre”) es la que acompaña a Antonio hasta los años de la posguerra en su
inútil perseguir la figura de Julio a quien no ha dejado de amar, siempre en
secreto. Y también es imposible para
Santiago alcanzar el amor de Amalia en el relato “Las huidas” con la
ironía final de que, cuando ella decide aceptar interesadamente el amor de
Antonio, este ya ha huido de Madrid a Valencia dejándola abandonada.
A veces el
suicidio es el último refugio para esos amores contrariados, como el que
ejecutan las dos mujeres del relato “Calle de Ruiz, ojos vacíos” y que
descubre un ciego, amante de una de ellas: Le
acarició la cara y le movió los brazos y la cabeza, pero de pronto sus dedos
rozaron otro cuerpo y pasó a palpar otra mujer también desnuda que él no podía
imaginar quién fuese y que le arrojó a una hondonada de horror aún más
incomprensible cuando sus manos llegaron a las piernas y las encontró
trenzadas, rígidamente entrelazadas las inefables morbideces que le golpeaban
la cabeza como mazas al reconocer que estaban ceñidas a las de Carmen tan
fuertemente como raíces o tallos de hiedra o miembros de amantes crispados de
pasión.
En ocasiones el
amor se tiene que ocultar para no herir, pero ese ocultamiento acaba
descubriéndose arrastrando consigo a los protagonistas. Así ocurre en dos relatos muy similares, “Anillos
de traición” y “Hotel Florida, Plaza del Callao”. Esta es la
reflexión final de uno de los protagonistas de este último relato, cuando una
muerte violenta le lleva a descubrir un penoso (para él) secreto amoroso: Para mí fue un cuchillo puesto en la
garganta. Me callé, pensé en todo aquel desastre que se nos venía encima y
ella, en medio del remolino, interrogada, asediada a preguntas, quién sabe si
hablaría de paseos por barrios extremos o del bisturí con su funda dorada que
como juego llevaba en el bolso (…) Pese
a todo, la quería como a ninguna otra,
esquiva, inconquistable: la culpa era de la
guerra, que a todos cegaba y arrastraba a la ruina.
Pero no siempre
se acepta la realidad de esta manera; es el caso del marido tullido de “Puertas
abiertas, puertas cerradas”, que deja encerrados a los dos amantes (su
mujer y su hermano) para ir luego a denunciarlos como quintacolumnistas.
En fin, otras
veces el amor (o el sexo) es solo una aventura pasajera y oculta como la que
viven los personajes de “10 de la noche, Cuartel del Conde Duque”, uno
de los relatos más desesperadamente tristes de los de este asunto. O la
búsqueda del amor/sexo conduce a la muerte como le sucede a unos de los dos
milicianos que abandona su posición una noche para estar con una mujer (“Ventanas
de los últimos instantes”).
Para acabar, el
señuelo del amor llevará a otros personajes a su ruina, como le sucede a la
dependienta de “Mastican los dientes. Muerden”, engañada doblemente por
un señorito rico que acabará denunciándola para salvarse él y su familia. El
tema del amor y la codicia (ahora mezclados con el heroísmo y la abnegación)
también domina el relato “Joyas, manos, amor, las ambulancias”.
Todos estos son
ejemplos de un tema reiterado en los cuentos de Zúñiga: la guerra exacerba la
necesidad de amar de las personas, hasta llegar a trastornarlas; pero nunca ese
amor conduce a la felicidad de los personajes: al contrario, frecuentemente les
lleva a su destrucción.
ANÁLISIS DE UN CUENTO, NOVIEMBRE,
LA MADRE, 1936
El primer relato
de Largo noviembre en Madrid abre
cronológicamente el libro (aquellos meses
de plomo) de la misma manera que el último relato lo cierra cuando el
centinela protagonista acepta la inmediatez de la derrota (cargado de todas las experiencias que se hubiesen acumulado en los
últimos tres años). Entre esos dos espacios temporales (1936-1939) y en un
solo espacio físico (Madrid, pobre y limpia, pequeña, de aires puros y
fríos, algunas avenidas, iglesias y ministerios, asentada entre campos yermos,
rodeada de arrabales con nombres entrañables para los que vivieron su historia
cotidiana), se desarrollan los dieciséis relatos del volumen.
El cuento inicial,
titulado Noviembre, la madre, 1936
es una especie de pórtico o introducción al sentido e intención del resto que
componen el volumen: Una voz anónima abre el relato con el temor de que el
tiempo borre todo rastro de la guerra: Pasarán
unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se
pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron destruidas.
Cuanto vivimos parecerá un sueño y nos extrañará los pocos recuerdos que guardamos.
Casi al final del
cuento, la voz en primera persona del narrador (¿autor?) responde y contradice
ese temor inicial y afirma: Así éramos
entonces. Han pasado muchos años y a veces me pregunto si es cierto que todo se
olvida; desaparecieron los últimos vestigios, sí, pero en un viejo barrio
observo en la fachada de una casa la señal inequívoca del obús que cayó cerca y
abrió hondos arañazos que nadie hoy conocería, y me digo: nada se olvida, todo
pervive. Y esto que se dice a sí mismo el narrador constituye el resto del
libro (y aun de la trilogía): hundiéndose por
el subterráneo del recuerdo, Juan Eduardo Zúñiga recompone la foto rota en mil pedazos que fue el
Madrid de la guerra y la inmediata posguerra. Y frente a la advertencia
temerosa de la madre (pasarán unos años y
olvidaremos todo) el hijo afirma lo contrario: todo pervivirá. Y,
gracias a la escritura, ni la muerte
--podemos decir nosotros, contradiciendo aparentemente al autor-- borrará la persistencia de aquella cabalgata
ennegrecida que fueron los años que duró la contienda.
Por lo demás, gran
parte de los temas reiterativos a lo largo de la trilogía están presentes en
este relato. Veamos algunos de ellos:
El cainismo
fratricida, como símbolo del significado de la guerra civil. Sin llegar a extremos de odio de los
hermanos de Campos de Carabanchel,
los tres hermanos de este relato compartían una casa como personas desconocidas (…) perdida
la antigua evocación familiar, sentían entre ellos una aversión que no se ocultaban porque a la muerte de sus padres
se había producido una separación infranqueable;
de tal manera que tenían el propósito de
no volver a verse no bien se terminara aquel asunto.
La
descomposición de una estructura familiar tradicional. Aparece el recuerdo de la figura desvaída y muda del padre alejado de los suyos porque compartía su paternidad con otra casa, y del que poco sabían, ni de sus ingresos, ni de sus amistades, porque vivía como
huésped en una casa cómoda, donde tenía una familia que le prestigiaba y cuya
formación había correspondido a una unión artificial, no basada en sentimientos
ni en amor, sino en unas razones escuetas y prácticas que estaban ligadas a su
mundo.
Frente a ese
padre distante, la madre vive aparentemente absorbida
por lo hogareño aunque el hijo menor percibe sus deseos de huir de esa prisión en la que vive, condenada de por vida al entramado familiar,
pendiente de la administración doméstica, sin entrever una forma de escapar.
Enfrentados al padre y a los hijos mayores, se forja una tenue alianza entre la
madre y el hijo pequeño plasmada en la decisión de desechar para siempre la mezquindad de aquella forma de vida, la
impronta vergonzosa de lo pasado y mirar de frente otras posibilidades.
La ciudad de
Madrid comparada a una madre: pasan los años, estés o no ausente,
y un día regresa el pensamiento a sus lugares acogedores, a lugares unidos a
momentos de felicidad, de ternura; ciudad que de un momento a otro iba a convertirse en campo de batalla,
pero cuyos habitantes humildes fortificaban para
rodearla y defenderla con un círculo de amor, con un abrazo protector.
Los
enfrentamientos sociales en la guerra civil. La burguesía, representada por los hermanos
mayores que desean se acaben esos meses
de plomo y se abriera una época nueva y
así entregarse a todas las quimeras, todos los caprichos que se harían
realidad: los amores, la cuenta corriente, el mando a lo que tenían derecho por
su clase social. Son los hombres de
negocios que cruzaban sus miradas desafiantes a través no ya de meses, sino de
muchos años. Acaso desde los hábitos que implantó en el país la Regencia con el
triunfo de los ricos y sus especulaciones.
Frente a ellos,
las clases populares por los desmontes de
la Ciudad Universitaria luchaban por algo muy distinto; acaso sin saberlo ellos
bien, les movía un impreciso anhelo de no ser medidos con el distante gesto del
superior que les juzga según sean capaces de rendir provecho e incrementar su
hacienda.
Las personas
humildes, los seres anónimos como protagonistas de la historia. Ninguno de los personajes del libro es un
personaje relevante. Algunas veces son aventureros extranjeros, anónimos
brigadistas, o quintacolumnistas adinerados, pero la mayoría de las veces son
hombres y mujeres anónimos, corrientes en sus afanes diarios, los protagonistas
de los diferentes relatos. En el que abre el libro no sabemos ni cómo son
físicamente, ni cómo visten, ni siquiera, cómo se llaman sus protagonistas,
simplemente son “la madre” o “el hermano menor”. Hay en toda la trilogía un
deseo evidente de dignificar a los hombres y a las mujeres aparentemente
oscuros y ordinarios pero poseedores de una vida interior más rica y compleja
que la que se desprende de su exterior convencional y anodino.
Y si estos son
algunos de los temas de este relato, temas que se repiten una y otra vez en los
otros, también desde el punto de vista formal encontramos otros ejemplos
comunes en todo el libro. El más importante es el uso del párrafo amplio, casi
como una salmodia, mediante el cual el pensamiento del autor se puede desplegar
en toda su complejidad. Pongo dos ejemplos, casi al final del relato:
Como la madre, ellos sabían que su libertad estaba
en juego, que siempre les sometieron interminables trabajos repetidos día tras
día, de acuerdo con la convención de la obediencia y del salario, sin poder
rebelarse ni renegar porque las costumbres, el buen parecer, el orden de una
sociedad disciplinad, no se lo autorizaban y ni siquiera les estaba permitido
que se expresaran claramente, ya fuese dentro del hogar, ya fuese con la
huelga.
Como es herencia de las guerras quedar marcados
con el inmundo sello que atestigua destrucciones y matanzas, ya para siempre
nos acompañará la ignominia y la convicción del heroísmo, la exaltación y la
derrota. La necesidad de recordar la ciudad bombardeada y en ella una figura
vacilante, frágil, temerosa, que a través de la humillación y pesadumbre llegó
a a hacer suya la razón de la esperanza.
Otro recurso
constantemente utilizado por Zúñiga es la descomposición temporal, las idas y
venidas del pasado al presente y de este al futuro, muchas veces en un mismo
párrafo. En este cuento la anécdota se reduce a unas pocas horas en las que,
tras una discusión familiar entre tres hermanos, el menor recorre la ciudad de
Madrid para comprobar cómo las bombas fascistas han destruido el edificio de
Antón Martín, propiedad familiar, con la que los hermanos contaban para
mantener su elevado tren de vida. Pero en medio de esas escasas horas
protagonizadas por tres hermanos, hemos asistido al pasado familiar, a la
historia de los padres, al presente de la heroica defensa de Madrid y al soñado
futuro esperanzador de una sociedad más justa.
Por todas estas
razones, el relato Madrid, la madre, 1936
sintetiza y anuncia los demás de la trilogía.
LA CRÍTICA OPINA
A) SOBRE SU OBRA
EN GENERAL
Su densa prosa,
fundada en una sintaxis de insólita complejidad y belleza, parece no tener otro
objeto que envolver el hecho mismo, que en este caso era el conflicto bélico -a
la vez conflicto de vidas y de clases – y quedarse al lado, sin poner el foco
en la esencia de los hechos, sino en sus aledaños (…) Zúñiga compone un
ejemplar código cívico, en el que el ruido de lo público (la historia, la
guerra) forma una cascada de ecos con lo privado (la ambición, el egoísmo, la
solidaridad, el amor, la pasión, el sexo), y su prosa es esa precisa cascada de
ecos, que deja al ámbito de la historia el estudio del estallido (Rafael
Chirbes, El novelista perplejo,
Barcelona, Anagrama, 2002, pág. 113).
Su marca será
reconocible en la finura perceptiva, la oblicuidad, la economía verbal, cierto
aire brumoso y onírico de sus fantasías, ya se trate de colecciones de cuentos
portentosos sobre la guerra civil y la inmediata posguerra, ya de fragmentos
narrativos, cohetes o iluminaciones, que pudieran pasar, aun no siéndolo, por
poemas en prosa. (Antonio Martínez Sarrión, Jazz
y días de lluvia, Madrid, Alfaguara, 2002
pág. 369).
B) LARGO NOVIEMBRE EN MADRID
[Zúñiga] trabaja
en eso que Unamuno llamaba la “intrahistoria”, la vida cotidiana simple y
compleja a la vez, de los que no eran héroes, de los que simplemente
soportaban, ya fuera simpatizando con la República o sus enemigos, el peso de
una guerra atroz (…) Lo que le interesa a Zúñiga es reconstruir la vida
interior de la ciudad sitiada, cómo sobrevivían quienes sentían la historia
como una pesadilla (Javier Alfaya, Las
Calle, nº 107, 8/14 de abril, 1980).
Los cuentos de Largo noviembre en Madrid se cuentan
entre lo más precioso de la literatura escrita sobre nuestra guerra civil.
Compuestos en tono menor, en una prosa llena de meandros y de recovecos, que se
ajusta admirablemente a la amarga desolación de las historias que se cuentan,
rehúyen con inmenso pudor el énfasis de los heroico. (Javier Alfaya, El Independiente, 10.5.1990).
El autor ha
sabido engarzarlos [los relatos] con una inexplicable sutileza, de suerte que,
a medida que se avanza en su lectura, va despertándose la sensación de que no
se está leyendo una colección de fragmentos escogidos al azar entre todos los
que forman el gigantesco puzle de aquellos años, sino un mosaico en cuyas
piezas se describen magistralmente los efectos del cerco de la capital (Juan
Iturralde, El Mundo, 13.5.1990).
El cotidiano
telón de fondo de la guerra, sólo presente de forma tangible a través de los
bombardeos y las sirenas, va minando poco a poco la entereza e integridad de
los ciudadanos, irguiéndose como personaje monstruo que planea como un buitre
por encima de todos los momentos del libro (Enrique Páez, Mundo Obrero, abril, 1980).
C) CAPITAL DE LA GLORIA
Es de la vida
misma de lo que tratan los cuentos de Zúñiga, de la subsistencia mortal y
espiritual de los seres humanos sitiados, de sus secretos, de sus deseos, de
esa contradicción terrible entre la rutina y la tragedia, del devenir diario de
la capital reconvertida en el escenario de otra realidad que se sobrepone
inmisericorde a la precaria y doméstica de sus vecinos, esa sombra de la guerra
que empaña los paisajes urbanos del centro a la periferia, de la plaza al
bulevar, esquina tras esquina (Luis Mateo Díez, El País, 15.3.2003).
Zúñiga ve la
guerra desde dentro, y eso explica quizás el ámbito familiar en el que se
mueven la mayoría de los relatos. La contienda cae como la peste sobre las
familias, las acosa, distorsiona, envenena, pervierte. Así el dolor nunca es
del todo individual sino colectivo. La sociedad resulta herida y agredida en
sus centros más íntimos Por eso alienta un casi siempre latente lirismo en
estas piezas (Miguel García Posada, Blanco
y Negro Cultural, 22.2.2003).
D) LA TIERRA SERÁ UN PARAÍSO
La tierra será un paraíso presenta un lenguaje poco habitual hoy, aspecto
que concuerda con el contenido. Frente a la expresión fácil de nuestros días, el
libro presenta un discurso interminable, barroco, que recuerda un poco, sin
serlo, a las novelas de hace unos años, cuando estaba en vigor la indagación
textual. No obstante, no hay aquí complejidad que interrumpa la comunicación,
aunque en algunos momentos el propio lenguaje se desborde a sí mismo y se
alargue innecesariamente (Santos Alonso, El
Urogallo, nº 37, mayo 1989).
La obra de Zúñiga
nada a contracorriente y corre, por tanto, el riesgo de no ser aceptada
fácilmente por una sociedad que, entre la memoria y el olvido, ha optado al
parecer por este último (Constantino Bértolo, El País, 2.4.1989).
En La tierra será un paraíso está recreado
un clima de miseria colectiva, de opresión y ruina moral que vale por sí mismo,
como tema universal, al margen de las circunstancias concretas de las que se le
hace brotar (…) El título de toda la colección es muy significativo: el renacer
de una esperanza que por la agresividad
del contorno, más se asemejaba por aquel entonces a una maravillosa utopía
(Darío Villanueva, Diario 16,
3.8.1989).